martes, 29 de octubre de 2013

El viento que llegó del sur

Moría el calor, el oleaje de mi antigua rutina menguaba y no atinaba a saber la auténtica razón. A mi puerta llamó, azarosa ella, con su sonrisa de pedir la hora y su obsceno acariciar de las palabras.

Apareció, le dio dos bofetones a mi corazón de hielo y a mi vocación por lo eterno y, justo después, se fue.

Pasó bastante tiempo, o a mí me lo pareció, hasta que volví a saber de ella, por casualidad, sintiéndose atacada por aquel comentario absurdo, o simplemente porque le apeteció en aquel instante.

Noté el segundo preciso en el que se desató el huracán, el momento exacto en que ella realmente amaneció en mi vida. Tras su prosa descubrí unas entrañas llenas de colores, unos ojos deseando ser espejos y unos besos suspirando por ser robados.

Sin ninguna razón tangible supe que era el momento de saltar al vacío importando poco lo que hubiese al final del acantilado, después de tantas veces haber frenado en el último centímetro antes del precipicio. Ella me preguntó qué quería y juro que fui prudente diciéndole que sencillamente lo quería todo.

A mí, que siempre había gozado del lascivo cariño del frío, del vivir con el corazón congelado, me empezó a parecer placentera la brisa que llegó con ella, resquebrajando los sempiternos hielos que recubrían mi cardio. El calor que su mirada desataba en mí, me hizo olvidar antiguos tropiezos, borrando miedos y su ternura me hizo volar, estando desde entonces a kilómetros del suelo.

¿Y qué es ella hoy? Aunque quizás lo ignore, es mi norte y sobretodo es mi sur. Una guía con la que cerraría los ojos y me dejaría llevar hasta allí donde el mundo se acaba y no sabe continuar.

Nos dicen desde pequeños que todos tenemos un alma gemela vagando por ahí, y por muy ridículo que suene, hoy creo que es cierto. Lo complicado no es solamente encontrarla, sino que también tu alma gemela te vea como tal. Así pues confío en encontrar el modo para poder ser un poco de luz en su existencia, porque sin ella, en la mía no amanece.

jueves, 10 de octubre de 2013

Las invisibles cicatrices de tu piel

Llevo ya un tiempo reflexionando sobre la mejora en el enfoque que aporta ir madurando en la vida.

La semana pasada llegué a casa absolutamente sediento, después de jugar un partido de fútbol. Abrí el frigorífico y me serví un par de vasos de agua que bebí pausadamente. Será porque vivo solo y me da por pensar, de inmediato vinieron a mi mente todas esas veces que, cuando era niño, llegaba a casa con una sed similar y bebía de golpe, atragantándome tantísimas veces. Sin embargo, con el tiempo aprendemos a dosificar los tragos para que no nos sienten mal.

Ocurre en los asuntos del corazón algo parecido, llegada una edad, aprendemos a administrar mejor las dosis de endorfinas en la mente, tras muchos empachos, a veces escasamente satisfactorios.

Cada uno de esos excesos dejan un poso en nosotros, una marca que se nos configura en la piel, en nuestro rostro y se suma a las anteriores. Algo que sólo nosotros podemos ver al mirarnos al espejo y nos recuerda todo lo que hicimos o nos hicieron mal. Todas esas lecciones de las que aprendimos.

Pasado el tiempo, agradezco casi todas las marcas que llevo en la piel; tatuadas con rabia, con desaliento, con paradas a medio camino o pasados cuatro pueblos. Pero gracias a todas esas personas que pasaron y dejaron lo bueno y lo mejor, lo que son. Hoy puedo mirar al pasado con una sonrisa en los labios y dirigirme al futuro con ilusión en la mirada, con inmensa ilusión.

"Si tú supieras, si yo te dijera, si yo te contara."